La cena navideña

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“¡Yo también soy una persona, yo también merezco ser feliz!” Fue el grito que interrumpió las risas del mercado huamanguino en aquella Navidad del dos mil siete. Los pasos alrededor de aquel mendigo, que sostenía una pequeña bolsa de caramelos, siguieron su rumbo, mientras que las miradas indecisas terminaban esquivándolo. Solo dos o tres señoras se acercaron al desafortunado.

“No lo mires, sigue caminando. Esta vida es así, es la ley del más fuerte. Si no comes, te comen, y hay bestias que te devoran sin compasión alguna, sin importarle los días festivos, como los bancos, por ejemplo”, fue lo que dijo la señora Ana a su hijo Franco, quien, exactamente trece años después, dentro de la algarabía de luces y personas a su alrededor, se sentía como aquel mendigo.

Franco miraba tras el cristal del autobús, mientras que la noche sobre su rostro era cortada por las diminutas y parpadeantes luces rojas y verdes que cubrían la calle. Su mirada vacía se posaba sobre las casas enanas y sus entradas sin veredas que cubrían el horizonte de las barriadas limeñas, donde aquellos cantos y voces, entre agudos y graves, que le acompañaron en su infancia y primeros días de juventud, ahora estaban lejos de sus oídos. En esta nueva tierra que lo acoge, que hasta el día de hoy se le hace ajeno, las miradas dejaron de ser amigables y familiares, y pasaron simplemente a no ser: los ojos eran esquivos e indiferentes. Ya no era Franco, el hijo, el nieto, el compañero, el amigo o el chico de los cantos alegres; ahora era simplemente aquel bulto que la mirada debía esquivar.

Eran aproximadamente las diez de la noche cuando Franco bajó del bus y se encontraba parado frente a aquella casa amarilla de cuatro pisos, rodeada de luces navideñas por todas partes. La casa estaba precedida por un pequeño jardín que contenía un muñeco de Papá Noel dándole la bienvenida. Dentro del inmueble, en el segundo piso, se encontraba el cuarto que alquilaba.

Doña Marta, una señora de piernas cortas y un cuadrado torso ancho, era la dueña de aquella casa. Cuando le alquilo el cuarto a Franco, le puso como única y suprema condición habitar la casa un año como mínimo. Una vez se firmó el contrato, Franco no tuvo problemas en cumplir con dicha condición. Soportar a doña Marta no solía ser un problema, ella pasaba más tiempo en otro de sus inmuebles y era muy compresiva con los retrasos que solían existir respecto al pago de la pensión; sin embargo, a su inquilino le mantenía intranquilo la sonrisa claramente falsa que sostenía con un aparente empeño innecesario. Franco avanzó hasta ingresar al jardín y por la ventana pudo ver que en el interior de la casa había una mesa vacía, rodeada por doce asientos que eran ocupados por señores vestidos con trajes elegantes. Al cabo de un segundo, todas las personas de la mesa le devolvieron la mirada. Casi al mismo tiempo, la puerta de la casa se abrió y la dueña del inmueble le dio la bienvenida.

–Feliz Noche Buena, Franquito. ¿Tienes hambre? Es obvio que tienes hambre. Ven, pasa, te invito panetón y chocolate. Te va a encantar –dijo la dueña de la casa.

–No es necesario, ya iba a dormir –respondió tímidamente Franco.

Doña Marta, de espaldas y sin verlo, le cogió del brazo y se dirigió al interior de la casa.

–Pasa, siéntate ahí. –Indicó a una silla que se encontraba casi al centro de la sala–. Martincito, trae un vaso de chocolatada para el inquilino.

El marido de la señora, tras las palabras dichas, se levantó y fue a la cocina. Al cabo de unos segundos de silencio incómodo, volvió con un vaso blanco de chocolate.

–Esa no, viejo tonto. La taza roja. –Luego miro brevemente a Franco y añadió–: Esa es la taza de invitados. –Regresó la cara a Franco con su característica risa forzada.

Todos los ojos presentes en la sala le acechaban al más joven del lugar. No había parte suya que se escapará de aquellas miradas.

–Está delgado –dijo uno de los señores presentes, que vestía de terno y cargaba con unos bigotes blancos y bien peinados, mientras fumaba una pipa inmensa y mostraba sus grandes dientes amarillos. Su sombrero le ocultaba los ojos bajo una leve sombra, pero a pesar de ello, Franco podía sentir su mirada penetrante.

–Sí, es cierto, delgado, muy delgado. ¿Por qué? Delgado, muy delgado –dijo otro de los invitados, el cual lucia algo ansioso y tenía sus dedos en constante movimiento. Su rostro arrugado era delgado y lampiño. Con sus manos acomodaba sus gafas o se arreglaba el cabello cada cierto tiempo, de manera maquinal.

–Aquí está la chocolatada de la taza roja. –Interrumpió Martín al mismo tiempo que ingresaba a la sala.

La dueña de casa recibió el vaso.

–Demoras una barbaridad, viejo –dijo la señora, para luego dar la taza a Franco.

–Gracias. –Fueron las tímidas palabras del muchacho. Había notado  que era el único con una taza de chocolate en la sala, pero el no beberlo significaba un desaire con posibles consecuencias gravísimas que no quería conocer.

–No hay de qué –respondió la dueña con una gran sonrisa. Luego miró a los invitados–. Sí, está delgado, pero debieron verlo cuando recién llegó. ¿Cuándo fue?, ¿en abril? –miró brevemente a Franco–. Sí, abril. Debieron verlo, estaba robusto en ese tiempo. ¿Verdad que estabas robusto? Sí, claro que lo estabas, pero poco a poco fue bajando de peso, no sé el porqué, pero de seguro fue estrés.

El sonido de un sorbo se hizo presente en la sala, interrumpiendo el relato de la anfitriona. Las sonrisas se dibujaron en los rostros de todos los invitados, quienes veían con una atención obsesiva al último en llegar, el cual había empezado a tomar su taza de chocolate. Franco sintió como pequeñas risas invasoras empezaron a reinar la sala, mientras su cuerpo se empezaba a quedar inmóvil. Los mareos comenzaron a azotar su cabeza, y aquellas figuras humanas, en sus ojos, se volvieron sombras gigantes.

Cuando Franco abrió los ojos, se encontraba atado sobre la mesa que, anteriormente, estaba vacía. Alrededor suyo se encontraban los señores de traje, quienes lo observaban, pero no a él, no a un ser humano, no a Franco el hijo de Ana, que vino de provincia en busca de una mejor vida; sino a un simple pedazo de carne que devorar. Su cuerpo estaba débil y no podía moverse, sin embargo, podía hablar, o eso creía. Primero empezó dando gemidos, los cuales luego se convirtieron en palabras débiles, para finalmente convertirse en un grito. “¡Yo también soy una persona, yo también merezco ser feliz!” fue lo último que dijo, segundos antes de convertirse en la cena navideña.

 


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