Disculpa, Rogelio

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“La verdadera bondad del hombre sólo puede manifestarse con absoluta limpieza y libertad en relación con quien no representa fuerza alguna” - Milan Kundera

En primaria yo era un niño bastante solitario y reservado. Esta fue la característica que me diferenciaba del resto, que me hacía único, y, a los ojos de mis compañeros, me hacía raro. Era un extraño para ellos, uno que quería invadir su espacio de los iguales. Esto les fastidió y mostraron su intolerancia ante lo desconocido con todo tipo de abusos.

Entre la soledad y los abusos, encontraría a Rogelio. Él fue mi único amigo en el quinto de primaria. También sufría de abusos como yo, esa era la base de nuestra amistad; ambos éramos marginados, los parias de aquel salón de primer grado. Rogelio era igual de menudo que yo, pero tenía un ánimo asustadizo y pusilánime. Con él logré lo que no pude con otras personas: tener confianza.

Esta confianza que obtuve no era por los motivos más loables ni mucho menos. Rogelio no representaba ningún tipo de fuerza contra mí. Pude notar que, entre nuestros debiluchos cuerpos, yo era más fuerte. También entendí rápidamente que mi amigo no estaba conmigo porque le cayera bien, sino porque él evitaba estar solo. El resto de compañeros lo despreciaba por su mala higiene y las verrugas de sus dedos, pero eso no evitó a que él siga intentando obtener su aprobación y posterior compañía. Un día se sentó a mi lado. Yo no le di muestras de deprecio, sino una sutil indiferencia. Rogelio, que hasta entonces solo entendía los “no” muy explícitos, vio en mí una persona que lo aceptaba. Es por eso que, no importaba mi actitud, él siempre estaba a mi lado. Como un fiel compañero que uno no había pedido. Era inevitable no tener confianza al lado de alguien que iba a aprobar todo lo que hicieras porque, aparentemente, no tenía otra elección. Así es cuando empecé una fugaz etapa que desprecio hasta el día hoy.

Los constantes abusos hicieron de mí un globo lleno de ira. Este enojo reprimido era expulsado lentamente de mi cuerpo, ya sea por lágrimas o dibujos tétricos. Con la llegada de Rogelio a mi vida, conocí otra forma de expulsarla: la violencia.

Empezó así mi breve etapa de abusador, con una única víctima. Eran leves golpes llenos de cobardía, que se basaban empujar, jalonear o irritar la oreja o nuca de mi entonces amigo. Rogelio, como me lo esperaba, lo soportó todo. Supe que se reprimía; que, si su menudo cuerpo se lo hubiera permitido, me hubiera golpeado de la manera más violenta que hubiera querido. Pero ese no era el caso. Él era más pequeño y más débil, y yo era su única compañía ante esa soledad que significaba el colegio. Por momentos podía percibir su impotencia, y eran esos momentos cuando me sentía más fuerte.

Todo acabaría bastante rápido. En una de las tantas sesiones de abuso físico contra Rogelio, él diría unas palabras que tendrían pensando mucho tiempo. Fue un: “eres como ellos”. La oración era bastante corta y hasta ambigua, pero sabía a lo que se refería con “ellos”. Eran todos los que nos marginaban. El gigante Cesar y sus golpes que nos visitaban cada vez que quería. El “apuesto” Jorge que se hacía el amable para quitarnos la tarea y nos golpeaba para tener la aprobación del resto. También el imbécil de Alexis, que nos golpeaba por comedia, por divertir al resto que se reía.  Todos y cada uno de ellos estaba en lo más hondo de nuestra escala social, y ahora me reducía a ellos. Para sus ojos, yo también formaba parte de esa red de abusos de quienes yo era su víctima.

Mi estómago se retorció. Quedé perplejo ante sus palabras, ante su sinceridad y mirada de odio. No quería ser como ellos, y eso hice. No sé si después de tal suceso fui el amigo que Rogelio merecía, pero los golpes ya abusos cesaron. Recuerdo que el último día de clases de ese año (último año que tendría a Rogelio como compañero) ambos fuimos a jugar con sus videojuegos.

Siempre he querido pedirle disculpas por la actitud que tuve en su momento. Solo me lo volví a encontrar una vez después de acabar el colegio. No lo saludé, la vergüenza me ganó; pero, por si este escrito llega a ti, quiero decirte, Rogelio, mis sinceras disculpas. Merecías una mejor versión mía, a la que, gracias a ti, me estoy encaminando.

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