Mi infancia, solitaria y tranquila, sería la advertencia de la leve melancolía que gobernaría mi adolescencia, y que se arrastraría hasta mi actual juventud. No recuerdo cuándo apareció ese velo solitario que cubriría mis días, pero sí recuerdo la mañana que la noté tan claramente y tan sobre mí, que proyecté su compañía por un tiempo indefinido.
La institución educativa donde
estudié se encontraba en la falda de un cerro. Esta fantástica obra, hecha en
el gobierno del presidente Fujimori, soslaya descaradamente la seguridad de los
infantes alumnos y no tan longevos profesores, lo cual, quizá, sea una sutil
manera de llevar a cabo una posible segunda fase del plan que inició con las
esterilizaciones forzadas. No sé, sinceramente, y ese no es el tema de lo que
se relatará hoy. Retornando el hilo: en ese tan humilde colegio, entre los
cerros grises y pampas de tierra, se llevaría a cabo la mañana que recuerdo,
entre melancólicas risas, esta noche. Estaba en sexto de primaria, lo cual
significaba el fin de una etapa. Como era tradición, esto conllevaba a la
realización de una ceremonia, el cual los infantes recordarían como una de las
mejores fiestas de su infancia, mientras que los padres recordarían con un leve
ademan triste el dinero gastado en ella.
Desde que inició el año, la
fiesta de promoción (como es llamado la tan dichosa ceremonia) fue el tema de
conversación entre los infantes, excepto para uno: yo.
En ese tiempo era un niño de
soledad gruesa. Salía solo a los recreos, dentro del salón no hablaba con nadie
y la profesora olvidaba mi presencia algunos días, a tal punto de no llamarme
en la lista de asistencia. Recuerdo vagamente como unos niños hacían una
apuesta para ver si era mudo, y para comprobarlo, el más grande de ellos venía
a golpearme: si gritaba, no era mudo.
Era una sombra olvidada. Pero ese
sentimiento de indiferencia y leve desprecio que recibía, se fue volviendo
reciproco. No me importaba nada ni nadie dentro de ese salón; excepto ella. Era
la niña más linda del salón, y esto era un dato objetivo. Se llamaba Rebeca. La
promoción no me importaba, era verdad, pero el imaginarme bailando con ella,
poder tocar sus tan lejanas manos, me hacía replantear mi sentimiento por la
ceremonia, mis compañeros, y hasta por toda esa etapa de mi vida. Es por eso
que eché de lado mi indiferencia hacia la fiesta de promoción, cuando una
noche, mientras cenábamos en familia, mamá tocó el tema de dicha fiesta, y dijo
que estaba dispuesta a pagar por ella. La información fue sorpresiva. Nuestros
apuros económicos habían logrado que el comer tres veces al día sea un
privilegio que no siempre se llevaba a cabo, por eso mi sorpresa fue difícil de
esconder. Mamá luego me comentó que el dinero no solo vendría del bolsillo de
papá, sino también de mi hermano mayor (el segundo), quien no quería que su
hermano menor pase por el feo sentimiento de no hacer la fiesta de promoción, y
de mi tío, quien dijo que era un buen sobrino y merecía la celebración. Ante la
noticia, sentía que la imagen de Rebeca y yo bailando el Tiempo de vals estaba predestinado a hacerse realidad.
En el colegio empezaron los
preparativos para la fiesta. Lo primero era emparejar a los alumnos y no había
mejor idea para esto que hacerlo por tamaño. El alumno más pequeño, bailaría
con la más pequeña; el segundo más pequeño, con la segunda más pequeña; y así,
hasta llegar a los más grandes. En caso faltasen alumnos o alumnas, los
sobrantes irían con un familiar o amigo de su elección.
Primero se hizo la fila de
hombres. Como era de esperarse, en la parte trasera de esta línea de alumnos,
al final, se encontraba no solo el alumno más enano, sino también el más
menudo, asocial y menos agraciado del salón: yo. Recuerdo claramente el rostro
de las niñas cuando empezaban a hacer la cola. Era un alivio para ellas cuando
una de sus compañeras tenía menos estatura que ella. Así, el horror que tenía
en un principio, pasaba a la que sería mi nueva pareja de baile.
Rebeca no fue mi pareja de baile.
Su tamaño le permitió llevar ventaja a 4 o 5 alumnas. Su pareja de baile fue un
compañero cuyo rostro no recuerdo. Mientras que, a mí, me tocaría bailar con
una niña cuya cabellera llegaba a las rodillas. Por mí estaba bien, pero para
ella no.
Al terminar las elecciones de
pareja, todas las niñas fueron al baño. Minutos después, sonaría un rumor de
escandalo entre el pequeño tumulto. A los segundos, una niña vendría diciendo
que mi pareja de baile estaba llorando; el motivo: yo.
Aún recuerdo sus lágrimas. La
sensación de culpa me invadió las entrañas, pero, ¿culpa de qué? ¿Cuál era mi
delito? No lo sabría hasta tiempo después. Las niñas opinaban el hecho, para
todas ella estaba siendo mala al llorar, pero a la vez la comprendían. La dueña
del llanto comentó que no haría promoción, lo cual causó desconcierto en la que
sería mi nueva pareja de baile. Ella, para librarse de la desdicha, amenazó con
lo mismo: dos niñas no harían fiesta de promoción si yo lo hacía. La profesora
se vio en la necesidad de intervenir; en una gran muestra de su empatía, diría
tan celebres palabras que aún recuerdo: “¡Silencio!, ¿no ven que va a llorar?”.
De inmediato, todas las miradas del salón se dirigieron a mí. Recuerdo cubrirme
los oídos de manera disimulada, apuntar mis ojos a la pared y repetir: “si no
los veo y escucho, no existen”.
Al llegar a casa, dije a mamá que
no quería la fiesta. Ella preguntó el motivo, pero un llanto y berrinche
repitiendo que no quiero, bastó. Los días de escuela que siguieron no fueron
tan malos. Al no hacer promoción, las alumnas aceptaron a sus parejas tranquilamente.
Las últimas horas de los viernes lo dedicaban a practicar el baile de las
parejas, así que me daba tiempo de leer y escaparme fugazmente de mi vida real.
En esos tiempos entendí que ser feo, tímido y pobre, es un delito cuya condena
es la soledad.
*Pintura: Sol de la mañana - Edward Hopper