La noticia

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“Tienes que ir solo tú” es lo único que resuena en mi cabeza mientras subo el empinado camino de polvo. Alrededor solo hay casas enanas y veredas de tierra. La calle contiene más de cinco perros, entre enanos y larguiruchos. Todos se ven cansados y sedientos, con pasos pesados yendo en busca de una sombra donde echarse. Solo dos se atrevieron a ladrarme, pero callaron a los segundos.

A cada paso que doy mis zapatos se llenan de polvo y mis piernas se hacen más pesadas. Pese al recorrido tan cansado y agotador, las personas de esta calle no parecen tener piernas atléticas, como la señora de aquella casa rosada, por ejemplo, que reposa su ancho cuerpo en la silla mientras peina sus largos cabellos. Los niños de aquella otra casa, que juegan a correr y atraparse, tampoco parecen ser muy atléticos. Este encaramado camino solo sirve para hacer más difícil el llegar a casa, quizá por eso me mandaron a mí solo. Mi trabajo solamente es tomar fotos; el de ellos, producir la escena que voy a fotografiar. Pero no, esta vez prefirieron mandarme solo, aprovechando que soy el practicante. “Para que tengas más experiencia en el campo del periodismo, que oportunidades como estas no se presentan mucho. Recuerda que las lágrimas nos dan de comer”, me dijo el viejo Gutiérrez. Claro, como si el dar esta noticia me aportará algo como fotógrafo. Aunque en parte tiene razón, no siempre se llega antes que la policía. Sin embargo, esto no es parte de mis labores como fotógrafo.

Mi cuerpo se empieza a llenar de sudor. Cada vez estoy más cerca al destino, a aquella casa celeste con techo de calamina y un eucalipto plantado afuera, sin embargo, ahora mis pasos se vuelven más lentos. Son mis píes los que no quieren avanzar. Un nudo en mi garganta empieza a crecer. No es el cansancio ni el sol lo que golpea mis ánimos, es el miedo. El único recuerdo cercano a la muerte que tengo es cuando tenía seis años. Aún lo recuerdo claro. Todos en casa andaban tristes. La abuela Natalia estaba internada en el hospital. Mamá y los tíos la visitaban siempre, pero las visitas no curan el cáncer. Aquella tarde mi madre estaba dormida, después de una jornada de llanto mudo. Era así todos los días que regresaba de visitar a la abuela. Yo la solía verla a escondidas, deseando que duerma pronto, porque solo así cesaba su llanto. En esos momentos solía existir una paz en casa. El silencio consumía todo y una extraña melancolía rosa bañaba las paredes junto a la última luz del atardecer. Todo el ambiente cambió con aquellos tres pequeños golpes en la puerta. No sabía lo que iba a pasar, y si lo hubiera sabido, habría hecho de todo para que jamás suceda. Pero tal empresa era imposible. Hay cosas que son inevitables, como la muerte. Al otro lado de la puerta estaba el tío Juan, primo de mi mamá. Cuando le abrí, tenía su rostro serio y una mirada profunda. Me preguntó por mi mamá. Sin responder fui a levantarla. No recuerdo cómo mi madre se levantó de la cama, si lo hizo rápido o lento, si salió con zapatos o qué ropa vestía; lo que sí recuerdo vivamente hasta el día de hoy, es cómo recibió la noticia de la muerte de su madre. Mi tío Juan observó los ojos de mi madre con aquella mirada tétrica propia de un mal augurio, y solo tuvo que pronunciar “prima, tenemos que ser fuertes”, para que mi madre se destroce en llantos. Su grito de “¡No, mi mamá no!” me dejó un extraño vacío en las entrañas, una impotencia enorme y un extraño rencor al tío Juan. A unos metros de la casa celeste, esos sentimientos empiezan a resurgir.

El trabajo es simple, solo tocar, dar la noticia y luego tomar fotos a las lágrimas, nada más. Todo es sencillo, todo es tan simple. No es tu familia, no tienes que soportar la perdida. No te deben importar, son extraños, no pertenecen a tu mundo. No es la tía Meche ni El Flaco Vargas. No es mi madre. Sus lágrimas no tienen que pesarme. Solo tocas, das la noticia y tomas fotos, es fácil. Un paso. Bien, sigue así. Tras esa puerta te va a recibir un rostro que jamás has visto y jamás volverás a ver. Además, como dice el viejo Gutiérrez, las lágrimas nos dan de comer. Diez pasos. Veinte pasos. Eso es, sin su sufrimiento no comemos. No está mal, no debe haber moral aquí. Ellos quieren llanto, sangre y más morbo, yo solo lo fotografío para ellos. Soy como un carnicero: solo les doy carne, yo no maté a la vaca, solo se las doy a quienes lo piden. Eso es, treinta y seis pasos. Ahora solo falta tocar la puerta.

Toc toc. Toc toc.

La puerta se abre.

–Hola –los segundos pasan y la niña no obtiene respuesta del desconocido–. Hola, ¿es del banco?

–No –respondió el fotógrafo algo confuso–. Soy fotógrafo.

–¿Trabaja para el periódico? Porque en su chaleco tiene el título del periódico que papá lee.

Fue la palabra papá lo que le hizo recordar su misión a el hombre de la cámara.  

–¿Está tu mamá? –Preguntó este.

–No –respondió la niña, con un gesto confuso.

–¿Sabes si va a regresar pronto?

–No –repitió la niña, con un gesto extraño y serio–. No va a regresar. Ella… no va a regresar. Murió. Se fue al cielo. Pero papá viene más tarde. Suele venir con su carro trayendo la comida. Él maneja combi.

En ese momento el vacío de angustia y culpa apareció en las entrañas del fotógrafo. El nudo en su garganta no le permitió informar sobre el accidente de tránsito que ocurrió horas antes, donde una combi chocó con un bus, dejando tres heridos de gravedad y dos muertos, entre ellos, el conductor de la combi, el papá de la reciente huérfana que aún no sabe que lo es. Sin aviso ni palabras, apuntó la cámara a la niña, de modo casi instintivo.

Una foto. Dos fotos. Vamos, no tienes por qué temblar, no tienes por qué llorar. Es la primera y última vez que verás a esta niña. Tres fotos. No tienes que sentir culpa, solo eres el carnicero, tú no mataste a nadie. Cuatro fotos. Cinco fotos. Ella no es tú, no sentirás su dolor, no tienes por qué llorar. Seis fotos. Recuerda, las lágrimas nos dan de comer. Siete fotos.

–¿Por qué me tomas fotos? ¿Por qué estás llorando? –dijo la niña confusa. Esto fue lo último que escuchó el fotógrafo, antes de dar vuelta y caminar rápido hacia el carro, sin atreverse a mirar atrás.


Pintura: Una lágrima - Hermel Orozco

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1 comentario

  1. Es un gran relato, lleno de una historia tan profunda y muy conmovedora ,mis felicitaciones al autor de este blog quede impactada, siga así que tiene talento espero que suba mas contenido :3

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